Ricardo Palma
(Lima, 1833 - Miraflores, 1919) Escritor peruano, creador de un género intermedio entre el relato y la crónica, que renovó la prosa sudamericana. Aunque se le considera integrante de la escuela romántica, su obra no obedece del todo a sus presupuestos, salvo por algunos matices estilísticos que empleó como soporte formal. Es cierto que en su juventud hizo una apasionada defensa del romanticismo, pero luego lo juzgaría con gran severidad y trazaría su propio derrotero artístico.
Hijo de familia humilde, realizó sus estudios en el Colegio de Noel, el Colegio de Orengo y el Convictorio de San Carlos, donde al parecer fue alumno externo. En 1848 empezó su carrera literaria, según propia confesión, formando parte del grupo que después él mismo denominaría "La bohemia de mi tiempo". Comenzó escribiendo poesía, a la vez que ejercía el periodismo en diversas publicaciones periódicas (la mayoría de existencia efímera) como redactor o crítico de espectáculos, para lo cual usó múltiples seudónimos.
Ricardo Palma
En 1849 escribió su primer drama, El hijo del sol, que no se llegó a representar, y aunque obtuvo algún éxito en el poco exigente medio limeño, alrededor de 1858 dejó de escribir teatro. En la actualidad sólo conocemos de su producción teatral el drama Rodil(1851), redescubierto cien años después de su publicación (pues Palma procedió a la destrucción de los ejemplares) y la comedia El santo de Panchita, escrita en colaboración con Manuel Ascensio Segura e incluida en la recopilación de obras de este último publicada con el título de Teatro (1869). Tras probar el género histórico con el libro Corona patriótica(1853), Palma empezó a componer de relatos breves de diversa índole, desde el ensayo costumbrista al romance histórico, que serían el germen de sus posteriores Tradiciones peruanas.
En 1853 pasó a formar parte del Cuerpo Político de la Armada Peruana como oficial tercero, correspondiéndole prestar servicio en la goleta Libertad, el bergantín Almirante Guisse, el transporte Rímac (donde estuvo a punto de morir a consecuencia del naufragio de la nave en marzo de 1855) y el vapor Loa. En 1857 fue separado momentáneamente del ejercicio de su cargo por haber secundado la sublevación del general Ignacio de Vivanco contra el gobierno de Castilla, pero su participación política más importante se produjo en 1860, con ocasión del frustrado asalto a la casa del presidente ejecutado por un grupo de civiles y militares de tendencia liberal, liderados por José Gálvez.
Tras el fracaso del intento golpista, Palma se embarcó rumbo a Chile y llegó a Valparaíso los últimos días de 1860. Durante su permanencia en esta ciudad, el escritor frecuentó los salones literarios y perteneció a la Sociedad Amigos de la Ilustración, colaborando en la Revista del Pacífico y la Revista de Sudamérica, de la cual llegó a ser redactor principal. En agosto de 1863, luego de ser amnistiado, emprendió el regreso al Perú.
En julio de 1864 fue nombrado cónsul en el Pará, pero parece que no llegó a ejercer el cargo, solicitando y obteniendo una licencia que empleó en viajar por Europa. En 1865 regresó al Perú para ponerse a órdenes del gobierno, que se encontraba en conflicto con España, participando en el combate del Callao del 2 de mayo de 1866 como asistente de José Gálvez. Al año siguiente intervino en la sublevación del coronel José Balta y, cuando Balta fue elegido presidente en 1868, lo nombró secretario particular; fue además elegido senador por la provincia de Loreto. Tras el asesinato de Balta en 1872, Palma se retiró a la política para dedicarse exclusivamente a la literatura. El mismo año publicó la primera serie de sus Tradiciones peruanas.
Cuando en 1879 se declaró la guerra con Chile, Palma ya era uno de los literatos más reconocidos del continente americano y colaborador frecuente de las principales publicaciones literarias sudamericanas. Durante la guerra participó en la defensa de la capital peruana. En 1881, las tropas de ocupación incendiaron su casa ubicada en el balneario de Miraflores, con lo que perdió su biblioteca personal, el manuscrito de su novela Los Marañones y sus memorias del gobierno de Balta.
Decepcionado, pensó aceptar el ofrecimiento que en 1833 le hizo el dueño del diario La Prensa de Buenos Aires para que se trasladase con su familia a esa ciudad para ejercer de redactor literario del periódico, pero el presidente Miguel Iglesias lo convenció para que aceptase la dirección de la Biblioteca Nacional del Perú, que se encontraba destruida como consecuencia de la guerra. Su labor al frente de esta institución, donde contó con un presupuesto exiguo, fue verdaderamente encomiable, no dudando en utilizar su prestigio literario para solicitar a personalidades de diversas partes del mundo la donación de libros, ganándose el apelativo de El bibliotecario mendigo.
El 28 de julio de 1884 Palma logró inaugurar la nueva Biblioteca Nacional del Perú. Siguió ocupándose de su dirección, labor momentáneamente interrumpida por su viaje a España como representante del Perú al Noveno Congreso Internacional de Americanistas, celebrado con ocasión del Cuarto Centenario del Descubrimiento de América (1892-93). En febrero de 1912 renunció al cargo por discrepancias con el gobierno, que nombró en su lugar al escritor Manuel González Prada, antiguo adversario de Palma.
González Prada atacó la gestión de su predecesor en una Nota informativa acerca de la Biblioteca Nacional(1912), lo que motivó la respuesta de Palma en su folleto Apuntes para la historia de la Biblioteca de Lima(1912), donde hace un recuento de su labor al frente de la institución. Alejado de su labor como bibliotecario y convertido en el patriarca de las letras peruanas, Palma se retiró a vivir al balneario de Miraflores, donde pasó los últimos años de su vida. Cuando murió fue enterrado con honras fúnebres correspondientes a Ministro de Estado y se declaró duelo nacional.
La obra de Ricardo Palma
De reconocido prestigio en el mundo cultural hispanoamericano, Ricardo Palma es la figura más significativa del romanticismo peruano y uno de los escritores mejor dotados del siglo XIX americano. Polifacético, espíritu renovador y progresista, su actividad literaria se desarrolla en campos muy diversos.
Como poeta siguió la corriente romántica europea de Zorrilla, Heine, Victor Hugo y Byron. Dentro del género lírico publicó Poesías (1855), Armonías. Libro de un desterrado (1865), Pasionarias (1870), Verbos y gerundios (1877) y Enrique Heine. Traducciones (1886). Reeditó gran parte de su obra poética en el libroPoesías (1887), que llevó como introducción el estudio "La bohemia limeña de 1848 a 1860. Confidencias literarias". Posteriormente publicó su poema A San Martín (1890), que originó una protesta del gobierno chileno por considerarlo ofensivo a ese país. Su último libro de versos fue Filigranas. Aguinaldo a mis amigos (1892). Fue también compilador de Lira americana. Colección de poesías de los mejores poetas del Perú, Chile y Bolivia (1865).
Entre sus trabajos históricos podemos mencionarAnales de la Inquisición de Lima (1863), el polémicoMonteagudo y Sánchez Carrión. Páginas de la historia de la independencia (1877) y su Refutación a un compendio de historia del Perú (1886), cuyo ataque a los jesuitas motivó que el Congreso peruano declare la prohibición del establecimiento de esta orden religiosa en el país. Su labor como principal gestor y presidente de la Academia Peruana de la Lengua desde el 5 de mayo de 1887 está representada por los Anales de la Academia Correspondiente de la Real Española en el Perú (1887), y especialmente por sus valiosas sugerencias a favor de la admisión de nuevos vocablos contenidas en sus librosNeologismos y americanismos (1896) y Papeletas lexicográficas (1903). Publicó además Recuerdos de España (1898), sobre su viaje a ese país en 1892, que después sería reeditado con el título Recuerdos de España precedidos de La bohemia de mi tiempo(1899).
(tomado de : http://www.ciudadseva.com/bibcuent.htm )
A nadar, peces!
[Cuento. Texto completo]
Ricardo Palma
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Posible es que algunos de mis lectores hayan olvidado que el área en que hoy está situada la estación del ferrocarril de Lima al Callao constituyó en días no remotos la iglesia, convento y hospital de las padres juandedianos.
En los tiempos del virrey Avilés, es decir, a principios del siglo, existía en el susodicho convento de San Juan de Dios un lego ya entrado en años, conocido entre el pueblo con el apodo de el padre Carapulcra, mote que le vino por los estragos que en su rostro hiciera la viruela.
Gozaba el padre Carapulcra de la reputación de hombre de agudísimo ingenio, y a él se atribuyen muchos refranes populares y dichos picantes.
Aunque los hermanos hospitalarios tenían hecho voto de pobreza, nuestro lego no era tan calvo que no tuviera enterrados, en un rincón de su celda, cinco mil pesos en onzas de oro.
Era tertulio del convento un mozalbete, de aquellos que usaban arito de oro en la oreja izquierda y lucían pañuelito de seda filipina en el bolsillo de la chaqueta, que hablaban ceceando, y que eran los dompreciso en las jaranas de mediopelo, que chupaban más que esponja y que rasgueaban de lo lindo, haciendo decir maravillas a las cuerdas de la guitarra.
Sus barruntos tuvo éste de que el hermano lego no era tan pobre de solemnidad como las reglas de su instituto lo exigían; y diose tal maña, que el padre Carapulcra llegó a confesarle en confianza que, realmente, tenía algunos maravedíes en lugar seguro.
-Pues ya son míos -dijo para sí el niño Cututeo, que tal era el nombre de guerra con que el mocito había sido solemnemente bautizado entre la gente de chispa, arranque y traquido.
Estas últimas líneas están pidiendo a gritos una explicación. Démosla a vuela pluma.
El bautismo de un mozo de tumbo y trueno se hacía delante de una botija de aguardiente, cubierta de cintas y flores. El aspirante la rompía de una pedrada, que lanzaba a tres varas de distancia, y el mérito estribaba en que no excediese de un litro la cantidad de licor que caía al suelo; en seguida el padrino servía a todos los asistentes, mancebos y damiselas; y antes de apurar la primera copa, pronunciaba un speach, aplicando al candidato el apodo con que, desde ese instante, quedaba inscripto en la cofradía de los legítimos chuchumecos. Concluída esta ceremonia, empezaba una crápula de esas de hacer temblar el mundo y sus alrededores.
Entre esos bohemios del vicio era mucha honra poder decir:
-Yo soy chuchumeco legítimo y recibido, no como quiera, sino por el mismo Pablo Tello en persona, con botija abierta, arpa, guitarra y cajón.
Largo podríamos escribir sobre este tema y sobre el tecnicismo o jerigonza que hablaban los afiliados; pero ello es comprometedor y peliagudo, y será mejor que lo dejemos para otro rato, que no se ganó Zamora en una hora.
Una tarde en que, con motivo de no sé qué fiesta, hubo mantel largo en el refectorio de los juandedianos, se agarraron a trago va y trago viene el lego y el chuchumeco, y cuando aquél estaba ya medio chispo, hubo de parecerle a éste propicia la oportunidad para venturar el golpe de gracia.
-Si su paternidad me confiara parte de esos realejos que tiene ociosos y criando moho, permita Dios que el piscolabis que he bebido se me vuelva en el buche rejalgar o agua de estanque con sapos y sabandijas, si antes de un año no se los he triplicado.
El demonio de la codicia dio un mordisco en el corazón del lego.
-Mire su paternidad -prosiguió el niño-. Yo he sido mancebo de la botica de don Silverio, y tengo la farmacopea en la punta de la uña. Con dos mil pesos ponemos una botica que le eche la pata encima a la del Gato.
-¡Con tan poco, hombre! -balbuceó el juandediano.
-Y hasta con menos; pero me fijo en suma redonda porque me gusta hacer las cosas en grande y sin miseria. Un almirez, un morterito de piedra, una retorta, un alambique, un tarro de sanguijuelas, unas cuantas onzas de goma, linaza, achicoria y raíz de altea, unos frascos vistosos, vacíos los más y pocos con droga, y pare de contar... Es cuanto necesitamos. Créame su paternidad. Con cuatro simples, en un verbo le pongo yo la primera botica de Lima.
Y prosiguió, con variaciones sobre el mismo tema, excitando la codicia del hospitalario y halagando su vanidad con llamarlo a roso y velloso su paternidad. Parece que el muy tunante guardaba en la memoria este pareado:
para surgir, con adularte basta;
la lisonja es jabón que no se gasta.
Mucho alcanza un adulador, sobre todo cuando sabe exagerar la lisonja. A propósito de adulaciones, no recuerdo en qué cronicón he leído que uno de los virreyes del Perú fue hombre que se pagaba infinito que lo creyesen omnipotente. Discurríase una noche en la tertulia palaciega sobre el Apocalipsis y el juicio final; y el virrey, volviéndose a un garnacha, mozo limeño y decidor, que hasta ese momento no había despegado los labios para hablar en la cuestión, le dijo:
-Y usted, señor doctor, ¿cuándo cree que se acabará el mundo?
-Es claro -contestó el interpelado-, cuando vuecelencia mande que se acabe.
Agrega el cronista que el virrey tomó por lisonja fina la picante y epigramática respuesta. ¡Si viviría el hombre convencido de su omnipotencia!
A la postre, el buen lego mordió el anzuelo y empezó por desenterrar cien peluconas.
Y la botica se puso, luciendo en el mostrador cuatro redomas con aguas de colores y una garrafa con pececitos del río. En los escaparates se ostentaban también algunos elegantes frascos de drogas; pero con el pretexto de que hoy se necesita tal bálsamo y mañana cual menjurje, llegó el boticario a arrancarle a su socio todas las muelas que tenía bajo tierra.
Y pasaron meses; y el mocito, que entendía de picardías más que una culebra, le hacía cuentas alegres, hasta que aburrido Carapulcra, le dijo:
-Pues, señor, es preciso que demos un balance, y cuanto más pronto mejor.
-Convenido -contestó impávido Cututeo-: mañana mismo nos ocuparemos de eso.
Y aquella tarde vendió a otros del oficio, por la mitad de precio, cuanto había en los escaparates, y la botica quedó limpia sin necesidad de escoba.
Cuando al día siguiente fué Carapulcra en busca del compañero para dar principio al balance, se encontró con que el pájaro había volado, y por única existencia la garrafa de los peces.
Púsose el lego furioso, y en su arrebato cogió la garrafa y la arrojó a la acequia diciendo:
-¡A nadar, peces!
Y he aquí, por si ustedes lo ignoran, el origen de esta frase.
Y luego el padre Carapulcra, tomándose la cabeza entre las manos, se dejó caer en un sillón de vaqueta murmurando:
-¡Ah pícaro! Con cuatro simples me dijo que se ponía una botica... ¡Embustero! Él la puso con sólo un simple... ¡y ése fui yo!
FIN
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