TIRANO BANDERAS
Ramón del Valle Inclán
NOVELA DE TIERRA CALIENTE
PRÓLOGO
I
Filomeno Cuevas, criollo ranchero, había dispuesto para aquella noche armar a sus peonadas con los fusiles ocultos en un manigual, y las glebas de indios, en difusas líneas, avanzaban por los esteros de Ticomaipú. Luna clara, nocturnos horizontes profundos de susurros y ecos.
II
Saliendo a Jarote Quemado con una tropilla de mayorales, arrendó su montura el patrón, y a la luz de una linterna pasó lista:
—Manuel Romero.
—¡Presente!
—Acércate. No más que recomendarte precaución con ponerte briago. La primera campanada de las doce será la señal. Llevas sobre ti la responsabilidad de muchas vidas, y no te digo más. Dame la mano.
—Mi jefesito, en estas bolucas somos baqueanos.
El patrón repasó el listín:
—Benito San Juan.
—¡Presente!
—¿Chino Viejo te habrá puesto al tanto de tu consigna?
—Chino Viejo no más me ha significado meterme con alguna caballada por los rumbos de la feria y tirarlo todo patas al aire. Soltar algún balazo y no dejar títere sano. La consigna no aparenta mayores dificultades.
—¡A las doce!
—Con la primera campanada. Me acantonaré bajo el reloj de Catedral.
—Hay que proceder de matute y hasta lo último aparentar ser pacíficos feriantes.
—Eso seremos.
—A cumplir bien. Dame la mano.
Y puesto el papel en el cono luminoso de la linterna, aplicó los ojos el patrón:
—Atilio Palmieri.
—¡Presente!
Atilio Palmieri era primo de la niña ranchera: Rubio, chaparro, petulante. El ranchero se tiraba de las barbas caprinas:
—Atilio, tengo para ti una misión muy comprometida.
—Te lo agradezco, pariente.
—Estudia el mejor modo de meter fuego en un convento de monjas, y a toda la comunidad, en camisa, ponerla en la calle escandalizando. Ésa es tu misión. Si hallas alguna monja de tu gusto, cierra los ojos. A la gente, que no se tome de la bebida. Hay que operar violento, con la cabeza despejada. ¡Atilio, buena suerte! Procura desenvolver tu actuación sobre los límites de medianoche.
—Conformo, Filomeno, que saldré avante.
—Así lo espero: Zacarías San José.
—¡Presente!
—Para ti ninguna misión especial. A tus luces dejo lo que más convenga. ¿Qué bolichada harías tú esta noche metiéndote, con algunos hombres, por Santa Fe? ¿Cuál sería tu bolichada?
—Con solamente otro compañero dispuesto, revoluciono la feria: Vuelco la barraca de las fieras y
abro las jaulas. ¿Qué dice el patrón? ¿No se armaría buena? Con cinco valientes pongo fuego a todos los abarrotes de gachupines. Con veinticinco copo la guardia de los Mostenses.
—¿No más que eso prometes?
—Y muy confiado de darle una sangría a Tirano Banderas. Mi jefesito, en este alforjín que cargo en el arzón van los restos de mi chamaco. ¡Me lo han devorado los chanchos en la ciénaga! No más cargando estos restos, gané en los albures para feriar guaco, y tiré a un gachupín la mangana y escapé ileso de la balasera de los gendarmes. Esta noche saldré bien en todos los empeños.
—Cruzado, toma la gente que precises y realiza ese lindo programa. Nos vemos. Dame la mano. Y pasada esta noche sepulta esos restos. En la guerra el ánimo y la inventiva son los mejores amuletos. Dame la mano.
—¡Mi jefesito, estas ferias van a ser señaladas!
—Eso espero: Crisanto Roa.
—¡Presente!
Era el último de la lista y sopló la linterna el patrón. Las peonadas habían renovado su marcha bajo la luna.
III
El Coronelito de la Gándara, desertado de las milicias federales, discutía con chicanas y burlas los aprestos militares del ranchero:
—¡Filomeno, no seas chivatón, y te pongas a saltar un tajo cuando te faltan las zancas! Es una grave responsabilidad en la que incurres llevando tus peonadas al sacrificio. ¡Te improvisas general y no puedes entender un plano de batallas! Yo soy un científico, un diplomado en la Escuela Militar. ¿La razón no te dice quién debe asumir el mando? ¿Puede ser tan ciego tu orgullo? ¿Tan atrevida tu ignorancia?
—Domiciano, la guerra no se estudia en los libros. Todo reside en haber nacido para ello.
—¿Y tú te juzgas un predestinado para Napoleón?
—¡Acaso!
—¡Filomeno, no macanees!
—Domiciano, convénceme con un plan de campaña que aventaje al discurrido por mí, y te cedo el mando. ¿Qué harías tú con doscientos fusiles?
—Aumentarlos hasta formar un ejército.
—¿Cómo se logra eso?
—Levantando levas por los poblados de la Sierra. En Tierra Caliente cuenta con pocos amigos la revolución.
—¿Ése sería tu plan?
—En líneas generales. El tablero de la campaña debe ser la Sierra. Los llanos son para las grandes masas militares, pero las guerrillas y demás tropas móviles hallan su mejor aliado en la topografía montañera. Eso es lo científico, y desde que hay guerras, la estructura del terreno impone la maniobra. Doscientos fusiles, en la llanura, están siempre copados.
—¿Tu consejo es remontarnos a la Sierra?
—Ya lo he dicho. Buscar una fortaleza natural, que supla la exigüidad de los combatientes.
—¡Muy bueno! ¡Eso es lo científico, la doctrina de los tratadistas, la enseñanza de las Escuelas!... Muy conforme. Pero yo no soy científico, ni tratadista, ni pasé por la Academia de Cadetes. Tu plan de campaña no me satisface, Domiciano. Yo, como has visto, intento para esta noche un golpe sobre Santa Fe. De tiempo atrás vengo meditándolo, y casualmente en la ría, atracado al muelle, hay un pailebote en descarga. Trasbordo mi gente, y la desembarco en la playa de Punta Serpientes. Sorprendo a la guardia del castillo, armo a los presos, sublevo a las tropas de la Ciudadela. —Ya están ganados los sargentos—. Ése es mi plan, Domiciano.
—¡Y te lo juegas todo en una baza! No eres un émulo de Fabio Máximo. ¿Qué retirada has estudiado? Olvidas que el buen militar nunca se inmola imprudentemente y ataca con el previo conocimiento de sus líneas de retirada. Ésa es la más elemental táctica fabiana: En nuestras pampas, el que lucha cediendo terreno, si es ágil en la maniobra y sabe manejar la tea petrolera, vence a los Aníbales y Napoleones. |